lunes, 13 de abril de 2015

Primer Premio en Cuento breve

Matilde Pilar Hernández


El misterio del andén
  
      Juan coleccionaba teléfonos antiguos, buscaba en los más recónditos lugares pero,  por esas cosas del destino, cuando volvía con las manos vacías, paseando por San Telmo lo vio, hermoso; con polvo y ácaros incluidos.  Estaba en venta. Era realmente una joya.
      Preguntó el precio, solo por cortesía, pagaría cualquier monto por semejante diseño. El comerciante respondió “que no sabía, que  recién lo habían traído, que debería averiguar y que la encargada no estaba”.
        Lo invitó amablemente a regresar al otro día, Juan intento dejar una seña pero el hombre le contestó: -” Señor,  usted tiene mi palabra”, se lo guardo.
       A la mañana siguiente estaba allí, paradito como una vela frente a la puerta. El vendedor lo recibió con una sonrisa y mirándolo por encima de las gafas se disculpó nuevamente y  fue una y otra vez, hasta que por fin, el comerciante fijó el precio.
        - Mire joven, se ve que tiene mucho interés en esta maquinita con que me dé quinientos pesos,  yo se lo envuelvo de regalo.
      Juan se tuvo que morder los labios antes de gritar, ¡solo eso por semejante pieza de colección!  Pero, como buen sabedor del tema, atino a decir: - es un buen precio.
        Faltaba esa mano mágica de limpieza, lustrar cuidadosamente los bronces, engarces y un especialista  que pusiera  nuevamente en marcha la reliquia.
       Mientras apalabraba a la persona adecuada apoyó  la nueva adquisición en la mesa ratona del living, de esa manera podría admirarlo todo el tiempo y de hecho, así lo hizo.  Agotado y feliz pensó continuar la mañana siguiente.
      Era la media noche, un tintinear lo despertó, se incorporó atontado y  medio dormido. Cuando levanto el tubo escucho una voz infantil, pero no entendió             palabra.  Pronto la línea se cortó.
      Pasado el primer momento de estupor, pensó que lo habia soñado, no esta conectado, no funciona,  es  ilógico  que  llame.
       Al otro día vino un técnico, examinó cuidadosamente el aparato y fue imposible ponerlo en funcionamiento. Esa noche se quedó dormitando frente a él, admirándolo, desconfiando.
       A las doce en punto volvió a despertarlo el mismo sonido,  atendió horrorizado, era  la misma  vocecita, pero  tampoco pudo entender  que decía.
      Cito a un par de amigos, necesitaba gente confiable para compartir esa  información. Cuando les contó la historia,  le preguntaron si estaba en su sano juicio, que ese tema de recolectar cacharros lo había afectado, por supuesto aceptaron pasar la noche frente al artefacto, que a esa altura estaba reluciente y hasta parecía interesante la propuesta. Tuvo que soportar muchísimas bromas pero, cuando los minutos pasaban, flotaba cierto nerviosismo  en el ambiente.
       A la hora fatídica, se repitió la escena de las noches anteriores, el timbre,  la voz  infantil , las palabras ininteligibles. Lo que habían vivido… no se  podía explicar.
      Juan pasó la tercera noche sin dormir. Se planteó retornar al comercio para averiguar algo más sobre ese bendito  receptor.
       El vendedor enseguida lo identificó y el joven le dio una explicación somera de lo que había sucedido. Sin creerle una palabra, gentilmente aceptó averiguar de donde provenía el aparato. Hacia allá viajaron Juan y sus amigos, con el teléfono a cuestas. El pueblito era pequeño, se llamaba “El Arañazo”,  pocos habitantes y en su mayoría ancianos, no seria tarea difícil conseguir información. Le contaron que el aparato pertenecía a la estación del ferrocarril, que por cierto era la única. Allí trabajaba Don Jaime, Jefe, boletero, guarda barrera, en fin, servicio completo.
       Tenía una hija, entre diez y doce años, era su más preciado tesoro, un día la locomotora no silbó, y una distracción acabó con la vida de la niña.
       Desde ese momento, contaba el padre, a las doce de la noche, el teléfono de la estación  sonaba,  al atender se escuchaba  la atormentada voz de la pequeña que le avisaba que no llegaría con la cena. El pobre hombre no halló consuelo y un día partió caminando pesadamente por las vías para nunca más retornar.  Juan escuchó con gran interés la conmovedora historia, que estremecía el alma  de cualquier ser sensible. 
       Llegaron a la estación, el zumbido de los mosquitos se entrecruzaban con un penetrante olor a estiércol, la pintura descascarada evidenciaba el abandono del lugar. Buscó con la mirada, en un   rincón  aún  se  conservaba  el color original  la silueta del teléfono. Lo enganchó nuevamente en las dos clavijas que parecían esperarlo. Lo miró por última vez, caminó lentamente al auto donde lo esperaban sus amigos.
       Sin lugar a dudas, ese… era su lugar

                                                                                             

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